sábado, 21 de diciembre de 2013

La viejita

           In Memoriam Sra. Eloisa.                                        


           Una tarde, después de merendar, salí de mi casa encarrilando el trozo de calle que desembocaba en la explanada de La Torre para ir al encuentro de los amigos con los que compartiría los juegos de aquel día, pero mientras subía la suave pendiente empedrada, a la altura de la casa de  Gregorio “el Burrito”, ocurrió algo especial.
           Pasaba por aquel trecho de calle varias veces al día y siempre veía vecinos; unos dentro de sus casas, otros charlando en pequeños grupos, mujeres sentadas a la puerta tomando el fresco haciendo alguna labor domésticas, o transitando por ella hacia, sabe Dios, qué destino.
           Todos ellos me eran conocidos, más o menos, pero, a mi corta edad, les prestaba poca o ninguna atención salvo, si por cualquier cosa, tenía algún contacto directo o pasaba alguna eventualidad festiva, doliente o de cualquier otra naturaleza.
           Mi gran preocupación, por entonces, eran los juegos, los amigos, las diversiones, el colegio, las chucherías, etc, en fin, todo lo concerniente a las actividades propias que mi edad requería.
           En el margen  izquierdo de la calle  La Cruz en dirección a La Torre pasada la casa de l sr. Luis, la acera de callaos, como el resto de la calle, tenía un pequeño escalón que la separaba de la casa  siguiente y continuaba después a todo lo largo de la acera,  que jamás nadie caminaba por ella, porque  era     como “propiedad” de los inquilinos de la casa, ya que todo el mundo transitaba por el medio de la calle.
           A partir de ese  escalón, venia una       serie de cuatro o cinco casas de antigua construcción, todas de una planta como era común en todo el pueblo, salvo unas pocas excepciones.                                                                                                                         Foto: Eladio Cova 
          Aquella tarde subía hacia la Torre en busca de los amigos cuando,  desde la acera, a la puerta  de  una de las casas, sentada en una silla bajita de madera torneada y el asiento de anea, una viejecita, al pasar a su altura, me hacía repetidos gestos de llamada con su huesuda y arrugada mano,  indicándome que me acercara, a la vez que me decía con apagada voz: -- ¡Ven mi niño, ven!-         
             No era la primera vez que la veía, pero nunca había reparado en ella  y para mi, era una anciana mas de las  muchas que aun vivían en el barrio.                 
            Como casi todas las viejitas de entonces, vestía totalmente de negro con faldas casi hasta los pies, un delantal también largo, pero de un color claro discreto y el eterno pañuelo negro a la cabeza atado con un nudo en la barbilla dejando ver un poco de su cabello canoso y enmarcando un rostro dulce y sereno pero grabado por numerosas arrugas, sobre todo a los lados de los ojos, que delataban los muchos años que ya tenía.
           Entre sorprendido y receloso, por lo extraño de la situación, me fui acercando hasta ella, no sin pensar, con mi asustadiza mente infantil, de que algo me podía pasar, influenciado por los cuentos de brujas.
          Una vez junto a la venerable anciana, mis temores se disiparon cuando  sin moverse del asiento con voz dulce y cariñosa me dijo:
     -- “Mi niño, ensártame la aguja, que no “ajeito pa” meter el hilo por el ojo   porque no veo bien el agujero y me tiembla el pulso”.---
             Cortó, con los escasos dientes que aún conservaba, una larga hebra de hilo de un carrete que tenía en su regazo sobre una prenda que estaba cosiendo, alargándomela junto a una  fina aguja.
         Con  nerviosismo pero con destreza, ensarté el hilo por el ojo de la aguja y se la entregué con cuidado de no pincharla.
       La sra, se mojó dos dedos en saliva y en la punta de la parte más larga de la hebra, con bastante habilidad, le hizo un pequeño nudo e inmediatamente dio la primera puntada.
           Antes de seguir cosiendo, sacó de la manga del negro vestido un pañuelo que, en tiempos pasados, había sido blanco inmaculado pero ya había perdido la nitidez del color por el continuado uso de llevárselo a los ojos para limpiar y secar el frecuente lagrimeo que padecía y mermaba sensiblemente su falta de visión. Con cuidado, se lo llevó a los ya gastados ojos, limpiándoselos con esmero y guardándoselo de nuevo en la bocamanga del enlutado atuendo.
          Cuando iba a girarme para continuar mi camino, la viejita me preguntó:          
        ---Mi niño ¿quieres enhebrarme otra aguja por si me “jase” falta “pa luego”? ---
          --- Bueno.--- Dije yo alargando la mano para coger una nueva aguja que tenia pinchada en el carrete de hilo. Esta vez sería yo el que iba a cortar el hilo, pero cuando lo deslié un trozo, la sra, me dijo que lo hiciera muy largo, así tendría más “cabo” para coser. Lo hice tan largo,… que posiblemente tuvo que tener dificultades para que no se le enredara.
           Ya me iba cuando, poniéndome su añosa mano sobre mi cabeza, con actitud y cariñosas palabras, me despidió diciendo:
           ---Gracias mi niño, Dios te bendiga.---
          Subí calle arriba hacia La Torre saltando y henchido de alegría y aquella tarde,… ¡ jugué más feliz que nunca!.

          A partir de entonces, nunca más aquella puerta me fue indiferente. Cada vez que pasaba ante ella, siempre se me iba la mirada hacia la casa para ver si estaba la viejecita por si me pedía algo. Ella llevaba algunos años viuda y después de morirse sus dos hermanos solteros Domingo y  María con los que compartía la casa, vivía sola. Se movía con la dificultad que produce los muchos años ya vividos y, tal vez, sufridos´
          Unas semanas después, nada más salir de mi casa, miré hacia su puerta y vi que estaba en su silla, como siempre, con las dos manos en su falda en actitud de espera y noté que me estaba “ajeitando” para donde me dirigía si ”pa la villa Arriba” o “pa la villa Abajo” porque, seguro, me necesitaba.     

                                                        Foto: Beneharo Hernández


 Como si no me hubiera dado cuenta, me dirigí hacia su casa haciéndome el “longui” esperando y deseando que me llamara, como así sucedió.
           Volvió a repetirse la misma escena de la primera vez pero ya sin temores sino, más bien, con un sentimiento de satisfacción de poder ayudar  a la apacible, dulce y menguada sra.
           Si pasaba mucho tiempo y no me llamaba, iba yo a verla a preguntarle si quería le enhebrara alguna aguja. En alguna ocasión hasta le fuí a algún “mandado” a la tienda de Ramón, padre de mi amigo Pancho en la placita de La Cruz. Y siempre la viejita se despedía con un agradecido y cariñoso :
           ---Gracias mi niño, Dios te bendiga.--- a la vez que pasaba su enjuta mano por mi cabeza y yo aceptaba con verdadero agrado.
          Yo hablaba muy poco pero, a pesar de ello, se estableció entre nosotros una extraña y habitual relación, que yo guardaba como un secreto y perduró durante todo el tiempo que viví en San Andrés.
         Pero aquel tierno y entrañable vínculo, pronto iba a tener un inesperado y dramático final.
          Mi padre, en calidad de militar, siguiendo orden de cambio de destino, tenía que dejar su cargo en la Comandancia de Marina y con ello el control y vigilancia de la costa de aquel trozo de Anaga de donde San Andrés era la principal plaza.               
            Esa decisión costó muchas lágrimas en mi familia y creó una gran incertidumbre y temor al tener que empezar de nuevo en un lugar del que apenas sabíamos nada ¡Marruecos!
           Faltaban pocos días para mi salida de San Andrés y a medida que veía a vecinos y amigos, me iba despidiendo de ellos con una mezcla de sentimientos en los que se confundían la alegría por descubrir nuevas tierras, otras costumbres y también, nuevos compañeros, con la tristeza de tener que dejar atrás aquellos lugares con tantos momentos felices vividos entre amigos y  personas  queridas.
           De las muchas despedidas que hice, hay dos de las que aún conservo un  imborrable recuerdo, uno físico y el otro sentimental.
           Faltaban escasamente tres días y mi madre me envió por un “mandao” a “La Cucharita”, que era una tienda de comestibles y en la actualidad es el bar “ El Castillo”, solo que antes tenía la entrada, no por la Muralla, sino en la calle trasera paralela a la Muralla.
              El nombre de la Cucharita, no sé si le venía del apodo del dueño o por que se lo pusieron con idea de poner un restaurante en el futuro, desde luego mientras viví allí, jamás dieron ni una sola comida.
             Generalmente despachaba la sra. Emeteria. Recuerdo su aspecto de mujer hermosota, de piel muy blanca y siempre con un delantal muy limpio. Tenia dos hijas, una algo más pequeña que yo y la otra, unos tres años mayor que yo.
           Mientras me despachaba la madre, me preguntaba cuando nos íbamos, adónde, si volveríamos,... en fin, “noveleando”. Al oído de la charla, salió Maruca, la hija mayor y sin apenas mediar palabra, me dijo:
           ---Te voy a dar una cosa para que te la lleves de recuerdo y te acuerdes de mí.--- metiéndose de nuevo al interior de la casa.
            Me quedé esperando, expectante, que sería lo que me iba a dar y sorprendido, porque con Maruca apenas si tenía amistad.
           Apareció, separando las tiras de la cortina que cubría la entrada de la puerta que comunicaba la tienda con la vivienda, con una postal en la mano de La Virgen de la Macarena y colocándola sobre el mostrador, con un lápiz afilado, escribió en el dorso de la postal. <Para mi amigo Luis para que La Virgen le acompañe y se acuerde de mi. Con cariño de.-- firmando debajo--, Maruca>. Entregándomela en la mano a la vez que, alongándose sobre el mostrador, me dio un beso en la mejilla que me sonrojó por lo inesperado, y sobre todo, por lo infrecuente del cariñoso  gesto, entre niños, en aquellos años.
           Muchos cambios de domicilios y lugares de la geografía española he tenido a lo largo de mi vida, pero allá donde  he recalado, siempre me ha acompañado la postal de la Virgen  que tan generosamente me regaló Maruca y aún  la conservo.
           Maruca, la chica de La Cucharita, fue la única persona de San Andrés, que no solo me dió un recuerdo físico, sino el regalo mas afable, caluroso y espontáneo…un beso que jamás he olvidado y atesoro con verdadero afecto. ¡Gracias Maruca!

           La tarde de la víspera de mi marcha definitiva para la Península, me acerqué a la casa de la anciana para despedirme.
          Días antes, había registrado los costureros de mis hermanas y mi madre en busca de agujas de coser con la intención de dejárselas enhebradas con largos cabos de hilos para que tuviera con qué coser durante una temporada, aunque, últimamente, cosía poco porque cada vez veía menos y tampoco tenía tanta necesidad de remendar o repasar las pocas prendas que ya usaba.
           La tarde no era muy apacible y en la acera de la casa no había nadie.  La puerta estaba entreabierta y el interior estaba oscuro como si la casa estuviera vacía. Golpeé la vieja puerta tímidamente con los nudillos, repitiendo los toques con más intensidad, acompañándolos de un <¿se puede?>, al no recibir respuesta.
           Al tercer intento, oí la voz apagada y temblorosa de la viejita que respondía -¡Ya voy!-, acercándose a la puerta con paso lento mientras, con un gesto de femenina coquetería, se colocaba bien sus canosos cabellos por entre los bordes del viejo pañuelo negro, dándome la impresión de que acababa de levantarse de la cama.
           Con nerviosismo y tristeza le comenté que me iría para la península al día siguiente por la tarde, venia a despedirme de ella y le había traído unas agujas que llevaba pinchadas en un canuto hecho de papel para dejárselas enhebradas junto a las que ella tenía.
           Noté, al entregarme las agujas para ensartarlas con el hilo, que también ella estaba algo nerviosa porque sus manos, al darme el carrete del hilo de sempiterno color negro, temblaban de forma más visible que otras veces. Se las entregué todas enhebradas, un par de ellas con hilo de otro color, punzadas, por separado, en rollitos de papel con el hilo enrollado para que no se le enredara.
           Y…Llegó el momento fatídico de decirnos adiós. En medio de aquella habitación en penumbra, rodeados de escasos muebles tan viejos como mi querida anciana, en un ambiente de verdadera pobreza,  mi viejecita,  de pie, extendiendo sus huesudos brazos, con pasos tambaleantes, se vino hacia mi al igual que yo hacia ella  y en un  tierno, fuerte  y efusivo abrazo, nos fundimos por un buen rato  sin decir ni una palabra.
           Yo no solté ni una lágrima, pero todas las que entonces no salieron de mis ojos, ahora que las recuerdo y escribo, fluyen intensamente  con el recuerdo de mi viejecita  la sra… ¿Eloisa?, ¿Isabel?, ¿Felisa?... ¡Qué más da como se llamara!  Dios la tenga en la Gloria. Amén
           Al separarnos, la sra. Eloisa, puso su mano sobre mi cabeza, como siempre, mientras me decía:
           --- ¡Adiós, mi niño…¡Buen viaje!.. ¡Que Dios te bendiga!”---
          Me dirigí hacia la puerta y antes de salir, me volví para decirle mi último adiós con la mano y la vi en medio de la habitación sola, en pie, mirándome con tristeza, que se llevaba su gastado pañuelo a sus apagados ojos, tal vez para enjugar unas lágrimas que rodaban por su arrugada faz.
         
            A la tarde del día siguiente, un taxi esperaba a la puerta de mi casa para trasladarnos al puerto de Santa Cruz donde embarcaríamos rumbo a la Península. Mucha gente se arremolinaba alrededor del taxi para darnos un último adiós de despedida. Todos los vecinos se acercaban o asomadas en  las puertas de sus casas, nos saludaban con las  manos en  una cálida y   afectuosa partida.
           Antes de subirme al taxi mi vista se dirigió hacia la casa de la viejecita y allí, en la puerta, de pié, cubierto su plateado pelo con su pañuelo negro, con la mirada perdida hacia mi casa, sacaba su pañuelo de la bocamanga de su vestido …
           El coche enfiló la calle la Cruz abajo hacia el murito de la playa. A un lado y otro de la calle salían a nuestro encuentro los vecinos de las calles adyacentes diciéndonos adiós de mil maneras sin apenas dejar avanzar al taxi, mientras, tanto fuera como dentro del coche, las lágrimas fluían  abundantes  correspondiendo, como podíamos, a tanta prueba de cariño con gestos de saludos que hizo el trayecto hasta la salida del pueblo casi interminable.
          A medida que me alejaba San Andrés no era consciente de que aquellos pocos felices años iban a dejar en mi infantil corazón una huella tan profunda que ni el paso del largo tiempo transcurrido, ni los muchos lugares y avatares de mi vida hayan mermado la presencia de mi querido pueblo y sus gentes en mis recuerdos.
        … En mis muchos sueños de nostalgia, con frecuencia me preguntaba:  ¿Quién enhebraría sus agujas a mi dulce y arrugada viejita?

                                                 L- Torti
                                                                    27 Octubre 2013
                                                        

                                 Feliz Navidad 2013