domingo, 18 de septiembre de 2011

Carnaval en San Andrés


          Tras la Guerra Civil (1936 - 1939), los carnavales fueron prohibidos en toda España, claro que no era la primera vez que esto ocurría, pues en varias ocasiones anteriores ya habían estado prohibidas desde casi su popularización allá por el Medievo y siempre por la misma excusa, por la seguridad, por los robos , por la moral, por, por, por…
          Siempre ha habido uno o mil “por” dependiendo de la situación política, o la intolerancia religiosa, bien a nivel estatal o al capricho de algún mandatario menos importante pero más quisquilloso. Aunque siempre estaba prohibido para los mismos, el pueblo llano, porque ellos, continuaban disfrutando de las fiestas, bailes y juergas dentro de sus reducidos importantes círculos.
          En Canarias, como no podía ser de otra manera, también fueron prohibidos, durando el veto hasta los años 70 en que, de forma oficial, vuelve a celebrarse las fiestas con el nombre de “Carnavales de Tenerife” ganando, año tras año en esplendor, popularidad y atracción turística hasta la gran explosión actual, compitiendo en brillantez, lujo y fama con los mejores del mundo.
          Mucho antes de llegar a los años 70, a partir de 1945 en Tenerife, haciendo caso omiso a la prohibición, se empieza a celebrar, al principio tímidamente, los carnavales con salidas de “mascaritas,” primero aisladas o en pequeños grupos yendo cada año “in crescendo”, organizando bailes y ganando la calle, sin la autorización del gobierno y con la intolerancia de la iglesia pero, cada vez, ha ciendo con mas descaro “la vista gorda”.
          Curiosamente fue un factor determinante para que de nuevo se celebraran carnavales en Tenerife, disimulada con el inocente y eufemístico título de “Fiestas de Invierno,” la decidida mediación ante el Gobernador Civil, del obispo de La Laguna Mons. Domingo Pérez Cáceres, abogando por la manera de divertirse  prudente, ordenada y sananamente  el pueblo tinerfeño.
            He aquí que excepcionalmente en Tenerife, no dejó de celebrarse las fiestas carnavalescas siendo la primera en España en volver a disfrutarlas, ya restablecida su autorización oficial, como Carnaval, en 1976.  
             San Andrés no fue ajeno a la rebeldía de celebrar el Carnaval a pesar de la prohibición. Comenzó tímidamente saliendo algunas “mascaritas” en los primeros días “carnavaleros” tentando la suerte a ver qué pasaba y salvo alguna escaramuza, más bien divertida como en el juego del gato con el ratón, cuando algún número de la Benemérita recorría las calles. Pero eso duró muy poco porque la gente seguía saliendo y cada vez más, desbordando el celo policial, acabando estos por hacerse los “longuis” y dejando al pueblo divertirse de forma pacífica, al menos una vez al año, cometiendo múltiples bromas y equívocos.         
           Dada las dificultades económicas del momento, cada cual hacía lo imposible por procurarse algún tipo de disfraz con lo que salir a la calle y a decir verdad, no era fácil, porque no se vendían disfraces en las tiendas, solamente podias encontrar algunas telas, caretas, algún antifaz como mucho con una tela del mismo color para ocultar la cara y poco más. Pero la imaginación de la gente suplía con creces la originalidad, belleza o lujo de la vestimenta porque lo realmente importante, divertido y daba aliciente al carnaval, eran las situaciones cómicas producidas por las “mascaritas” cuyo fin último era meterse con los conocidos o rivales sin que pudieran identificar quien podía ser.
           Favorecía la incógnita del personaje el hecho de llevar la cara tapada con una máscara más o menos grotesca o un simple pañuelo, en el que se le abría unos huecos para poder mirar y como mucho se le superponía un antifaz.
           Se complementaba el ocultamiento de la personalidad de la “mascarita” el cambio del timbre de voz, atiplándola en el caso de un hombre o haciéndola ronca y grave si era mujer.  Así la mascarita que te abordaba dando la lata con el”¿me conoces mascarita?”, dejaba al abordado deliberando un buen rato haciendo conjeturas de quien sería el gracioso majadero.
          Por cambiar, se cambiaban hasta los andares, pues se iba generalmente,en parejas o grupos dando saltos, bailando y arrollando con gracia  y jolgorio a la gente que encontrabas por la calle o entrando a las casas siempre con la cantinela --¡¡ Qué no me conoces, mascarita!!---
          Para procurarte un disfraz medianamente diferente se rebuscaba en los baúles ropas antiguas, trozos de telas, pieles, cortinas, sombreros y cualquier tipo de andrajos, luego combinándolo con imaginación, salían disfraces algo más elaborados, porque lo normal y corriente era recurrir a los pantalones del padre o algún hermano para las mujeres o el vestido de la hermana, la madre, la novia o la vecina para los hombres, pero teniendo la precaución de que el vestido no se reconociera por haber sido visto puesto a alguien, cosa que no era difícil, pues los “fondos de armario” se limitaban a un vestido de diario y el de los domingos.
          Cuando también esos corrientes recursos fallaban porque todo el mundo recurría a ellos y estabas dispuesto a disfrazarte sea como fuera, la solución más sencilla, barata  y rápida era improvisar un” revestimiento,” porque no se le podía llamar vestido a eso,  a base de sacos de  yute para las papas y sobre todo la socorrida sábana a la que se la hacía dos agujeros  a la altura de los ojos, unos guantes y un “abanador” y …. ¡¡Hala!!   El “abanador” era imprescindible para abordar a los conocidos con el --” ¡No me conoces mascarita!“ --mientras lo golpeaba amistosamente con él.
           Bajo esa apariencia casi fantasmagórica se ocultaban tanto hombres como mujeres y según recursos o fantasía, se les añadía una peluca, un cinturón, un chaleco, unas “tetas” y más que nada, unas enormes ganas de divertirse jugando con las bromas inofensivas y la ambigüedad sexual.
          Eso era una de los alicientes del Carnaval. Era frecuente que una mascarita bailara con otra, ambas vestidas de mujer o mujer y hombre, hacer relación  durante el baile hasta el punto de considerarlo “un ligue” y al ponerse la cosa seria, uno u otro echar mano a ”las partes” para confirmar si ligaba con hombre o mujer, llevándose más de una sorpresa. O enterarse después de pasadas las fiestas, de que la mascarita que estuvo a punto de “llevársela al rio” (en este caso al barranco), era un amigo o su tío.
          También era ocasión propicia para que las mujeres se desinhibieran de las rígidas normas de comportamiento que imperaban entonces. Amparadas por el anonimato del disfraz, las mujeres coqueteaban con los hombres poniéndolos en compromisos, averiguaban si sus maridos o novios les podían ser infieles fingiendo ser otras mujeres, en suma “tomaban el pelo “a los hombres para delicia de sus posteriores comentarios con las amigas.
         Todo eso hacía del Carnaval la más esperada de las fiestas donde reinaba por unos días la alegría, el desenfado, la espontaneidad, la diversión, también el desenfreno de las pasiones, la imaginación, el rompimiento de las encorsetadas normas. Esos días imperaba ¡ la Libertad! 
            De las muchas anécdotas que se producían recuerdo una tarde que una solitaria “mascarita”, vestida muy “cursi”, caminaba sobre dos altos tacones tambaleándose a causa del empedrado de las calles. Con un gran acento andaluz inconfundible que la delataba nada más abrir la boca, se acercaba a todo el que se cruzaba en su camino con un:—“ ¡A que no me “ conosses”  mi arma!”---
            Por si fuera poco, iba seguida, casi pegados a su falda, de sus dos hijos como si de guardaespaldas se tratara, haciendo más patente todavía su identidad cuando, de tanto en tanto, se volvía hacia ellos regañándoles para que se retiraran.
            Todo el mundo se reía por la cómica situación y la “desabrida” mascarita que hasta los callaos de la calle sabia que se trataba de Da. Pepita “la peninsular”, esposa del maestro D. Diego. Había que oírla al día siguiente, como presumía de haberse recorrido todo San Andrés…¡¡ sin que nadie la reconociera!!
         
            En la plaza de la iglesia, una niña con el pelo rubio “millo”, dos gruesas trenzas rematadas en sus extremos por dos lazos azules, vestida con una falda amarilla corta a medio muslo con dos bolsillos, un peto del que salían dos tirantes que se cruzaban en la espalda abrochándose a la cintura con dos grandes botones. Una blusa de mangas largas con puño y cuello redondo blanco bajo el peto bordado con una margarita azul cubría la parte alta de su cuerpo y  como calzado, unas lonas también azules, con largas cintas amarillas que subían entrelazándose piernas arriba hasta llegar casi a la rodilla, saltaba solitaria a la comba con una soga, plaza arriba, plaza abajo.
           Viéndola de espaldas y algo alejado, podía pasar por una niña algo crecidita jugando tranquilamente pero, acercándote y verla de frente, descubrías a una “mascarita” perfectamente disfrazada de “Pepona” (muñeca de trapo my popular en esos años).Cubría la cara con una careta de “pepona” comprada en una tienda de la que destacaba los mofletes sonrosados y los redondos ojos.
             La solitaria mascarita saltando con la soga estaba totalmente muda y todo el mundo la miraba por lo bien disfrazada que iba y por lo gracioso de sus gestos  y movimientos, a la vez preguntándose quién podría ser, si  un hombre o una mujer.
            “La Pepona”, sabedora de tener captada la atención de los paseantes, dejaba de saltar, se guardaba la soga en uno de los bolsillos de la corta falda y del otro bolsillo, sacaba un trompo y dando saltitos y haciendo espavientos para llamar aún más la atención de la gente, le liaba la cuerda y con un gesto muy femenino lo hacía bailar en el suelo. Pero cuando el trompo estaba en pleno baile, la mascarita se inclinaba doblando solamente la cintura para recoger con la mano abierta el trompo y siguiera su baile en la mano. Con ese gesto se quedaba con el “culo en popa” y cual sería el asombro, cuando debajo de la corta falda dejaba al descubierto un redondo y hermoso culo  y…¡¡unos ,no menos hermosos, “guevos” colgando!! … ¡Chacho! Los que se percataron del “detalle” exclamaron un ¡Ñó , mi madre!,  sin saber si reir o increparle por la desvergüenza, pero era Carnaval y la tolerancia  lo permitía todo o casi todo, por lo que la sorpresa se tornó en risas, comentarios jocosos y quedó todo el mundo pendiente de los movimientos de la desvergonzada “pepona” que impertérrita, como si no fuera con ella, volvió a liar el trompo, repitiendo todo el proceso  pero, esta vez,  todo el mundo trataba de colocarse a su espalda para salir en “la fotografía”.
           Ahora, al menos, se sabía que era un hombre, pero… ¿Quién podía ser? ¿Era de San Andrés o de los alrededores?
            La “dotada“ mascarita repitió, con desenvoltura y gracejo, varias veces la bailada del trompo sin inmutarse y sin soltar ni una palabra ante una enorme expectación de gente que se aglomeraba a su alrededor  haciendo todo tipo de conjeturas y comentarios jocosos y picantes, mientras la noticia se iba  extendiendo por el pueblo como un reguero de pólvora.
            Antes de ir a mas por temor a posibles denuncias. Se guardo el trompo y sacando la cuerda, se fue calle abajo saltando a la comba como si nada, seguido de una gritona chiquillería.
             Recorrió varias calles del pueblo y donde veía un grupito de gente, bailaba el trompo un par de veces dejando al personal con la boca abierta y muertos de risa. Cuando creyó que tenía que desaparece, se disolvió en la noche dejando entre las gentes de San Andrés la gracia y desenfado de su descocada osadía  y la incertidumbre de quien era semejante mascarita.
             Seguro que aún hoy quede alguien que se pregunte ¿Quién era? …..No lo diré ¡¡NUNCA!!!
           
                              L. Torti      Junio  15 - 2011