sábado, 3 de diciembre de 2011

La vuelta a San Andrés /// Quinta parte: San Andrés


Al llegar de nuevo al Castillo, giré a la Muralla para entrar ya dentro del pueblo y como no podía ser de otra manera, quise ir a mi casa.
           Nada más entrar en la primera calle a la izquierda, vi La Cruz que daba nombre a mi calle y de nuevo me dió un vuelco el corazón.
           Ya tenía el ánimo decidido a no volver dejarme llevar por sentimentalismos, y con esa actitud, me fui acercando hasta el pie de La Cruz. La acaricié con mis manos y la besé conteniendo la respiración para reprimir un sollozo que me estaba oprimiendo en mis adentros.
           Pude ver, en la puerta entreabierta enfrente de la cruz, a una señora mayor mirándome a hurtadillas para no ser vista, pero yo bien sabía que era su cuidadora, la sra. Serafina. La mantenía limpia, le ponía flores de vez en cuando y en días especiales, le colocaba una estela blanca con encajes entrelazando los brazos de la cruz simbolizando un sudario. Su hijo, no recuerdo en estos momentos su nombre, era barbero y tenía la barbería en la calle San José entre La Torre y La Plazoleta. No quise decirle nada para no hacerle patente que la había descubierto pero, en cuanto le dí la espalda para continuar mi camino, tímidamente salió a la calle siguiéndome con la mirada.
           Dos casas más arriba vivía Juana La Muerte y verla en la puerta de su casa como siempre, me pareció que se había detenido el tiempo ¡Estaba igual de cuando la dejé! Miento, ¡Estaba bastante mejor! Al pasar frente a ella la miré y estuve tentado de abalanzarme a su añoso cuerpo para abrazarla y darle un fuerte beso pero… no era la intención ese día. Me limité, entre emocionado y cínico, pero muy educadamente, a inclinar suavemente la cabeza a la par que le decía con una sonrisa: --¡Buenas tardes, sra. Juana!---Siguiendo adelante como si tal cosa, sin detenerme a mirar su reacción.
            Su casa hacia esquina con el inicio de la calle Sacramento y estaba casi al frente de la mía, entre su esquina y la de “seña” Gumersinda y “seño”. Luis, padres de Juanita, Domingo, Quica y Gregorio. Me detuve ante ella y aquí sí que no pude reprimir que mis ojos se volvieran a inundar de lágrimas. Por un momento se agolparon en mi mente: imágenes, voces, mi familia, múltiples recuerdos de acontecimientos sucedidos en aquella casa y en esa calle, de mis felices años infantiles.

Foto: ¡¡¡Miii caaassssaaa! Mi padre, dña. Chana, mi madre, (¿ ?), niñas- en la ventana y puerta de mi casa.        

       Traté de contener mi emoción disimulando, mirando a un lado y otro de las calles y entonces observé como Serafina y otra mujer más, estaban a la puerta de Juana La Muerte cuchicheando sin quitarme la vista de encima.
            Continué calle arriba hacia la Torre y, al final de la calle, en el rincón frente a la casa de Carmen Vivas, sentadas sobre unas grandes lajas, a modo de banco, como las había visto cada tarde en esa misma posición desde que tuve uso de razón, una vez más, allí, al “soquito”, estaban disfrutando del calorcillo producido por los últimos rayos del atardecer otoñal, Lucia Morales, Carmen Vivas madre y otra sra más que no recuerdo su nombre.
          Interrumpieron su charla para fijarse en aquel chico alto, no mal parecido, moderno, bien arregladito y solitario que se cercaba a ellas con paso decidido. (Perdonen pero… ¡no tengo abuela!)Al llegar a su altura me dirigí a ellas.--¡Buenas tardes sras!! Se está bien al “solito” ¡Eh!... Por favor, ¿podrían decirme por donde se va a La Plazoleta? --- dije, de un tirón en un perfecto castellano de Madrid, por preguntar algo.
            Extrañadas, sorprendidas y un tanto, aturdidas, entre las tres, me contestaron e informaron por donde se iba a La Plazoleta. (Demasiado sabia yo donde estaba).
           ---Muchas gracias, sra. Lucía Morales, sra. Carmen, Sra.--- le respondí con una leve inclinación de cabeza dirigiéndome hacia la dirección que me habían indicado, dejándolas, sin mirar atrás, haciéndose conjeturas de quién sería aquel “cristiano” que las llamaba por su nombre.
            La Torre, ¡Ay, La Torre! No había ningún rincón de ella y su entorno, que no me retrotrajera a los tiempos de mi infancia, pero eso mismo puedo decirlo de cualquier lugar de San Andrés que, a pesar de los muchos años pasados, continuaba estando prácticamente igual.
          Miré por todos lados intentando ver a alguien conocido, a Pancho, Ignacio Baute, a Antonio y Bernardo Baldeón , a José “ el Cachirule,  a Pascasio, etc… aunque no sé si los hubiera reconocido pues, lógicamente, ellos también habían crecido y físicamente  estarían tan transformados como yo. De hecho, a la gente joven que me encontré durante mi estancia en el pueblo, no reconocía a casi nadie y a los que vi, diría que me rehuían, ya que ninguno vino a saludarme, tan solo recuerdo a Benigno Ramos (Nino).
             Recorrí La Plazoleta saludando a todo el que se me cruzaba sin que nadie hiciera un gesto de reconocerme, aunque todos me miraban con curiosidad y extrañeza, pues no era muy normal ver a un chico joven, solo y curioseándolo todo.
             Salí hacia la muralla, la salté, atravesé el barranco hacia la carretera de Taganana subiendo por un camino trazado por el continuo pisar, acortando el trayecto que habría subiendo por el puente. Ese recorrido lo hacía casi todas las tardes cuando iba a buscar la leche a Los Torales y, hoy, lo quería volver a hacer.
              La carretera seguía igual con su pavimento de tierra. Al lado de la casa de D. José el Turco, un poco por debajo del depósito del agua, la construcción de un par de nuevas casas, vaticinaba la futura invasión urbanística de la montaña como estaba sucediendo con la Ladera. 
            Encarrilé mis pasos, a grande zancadas, hacia la finca Los Torales mientras iba contemplando desde la altura, la preciosa vista de San Andrés y su entorno.
             Había un lugar, a mitad del camino, que me causaba verdadero temor cuando tenía que pasarlo y, ahora que lo pienso, creo que fue eso lo que realmente me impulsó ir a Los Torales.
           En el tramo que correspondía aproximadamente sobre la fuente Pilario o al actual barrio de Suculum, (entonces con solo tres o cuatros casa esparcidas por la ladera), en la carretera, había un tajo en la montaña. En la parte izqda., los obreros habían dejado un hueco con una entrada bien recortada, posiblemente para poner una puerta con la intención de guardar las herramientas o como refugio por si llovía mientras construían la carretera. No sé, el asunto es, que la carretera estaba terminada hacía mucho tiempo atrás y el hueco quedó sin puerta dejando ver, a la ida aún con sol, un poco del interior de la cueva. Con reparo la pasaba, pero con el paso algo más rápido del habitual, sin dejar de quitarle el ojo al hueco.                        
              Entre que ordeñaban las vacas, cogía caña dulce o jugaba por los alrededores con los hijos de los dueños, a veces subiendo al tanque que estaba en la montaña, se hacia un poco tarde.
              Ya el sol se ocultaba empezando a oscurecer, cuando emprendía el regreso de prisa y recuerdo que llevaba una lechera de aluminio con una tapa que la cerraba herméticamente y una asa de un grueso alambre de hierro. La lechera tenía capacidad para unos tres litros pero contenía dos litros y medio de leche recién ordeñada, de los cuales, cuando llegaba a mi casa, podía faltarle casi un cuarto de litro que yo me bebía por el camino a buches.
             Unos metros antes de llegar a la altura de la cueva, me detenía unos momentos recopilando valor para pasar aquel trecho que tanto me imponía, sin motivos. Me iba acercando tímidamente y casi a la altura del hueco abierto en la montaña, de la que no se veía más que el interior oscuro,... ¡de pronto! salía corriendo, como alma que lleva al diablo, pasando por delante del hueco sin parar, hasta dejarlo atrás un buen trozo.
              Pasado el mal trago, venia el trago dulce. Quitaba la tapa a la lechera y me “mandaba” un buen buche de leche aún calentita. Caminando a saltitos de alegría, le daba vueltas enérgicas a la cántara abierta sin que se saliera ni una gota a causa de la fuerza centrífuga, cosa que me encantaba.
           
              Cuando llegué a la altura del hueco vi con alegría que permanecía igual que cuando lo dejé, ¡sin puerta! No pude resistir la tentación de introducirme dentro y darme cuenta de lo pequeña e inofensiva que era….claro que, con siete u ocho años de entonces, era un “chibirringo” miedoso y la cosa era distinta.
            Continué hasta la curva donde ya se veía la casa, recordándome que, en esa curva, según el día, corría un fuerte viento que apenas me dejaba caminar y me dificultaba enormemente la respiración a causa de mis “dichosas” amígdalas, teniendo que avanzar de espalda un trecho hasta rebasar la fuerte corriente de aire.
              “Los Torales” estaba cerrado. Las huertas no lucían el verdor de las cañas de azúcar en los bancales y el resto de huertas tenían el lamentable aspecto del estado de abandono, pero la parte edificada, se conservaba en el mismo estado de antes aunque sin vacas.  No me detuve mucho tiempo, regresando por el mismo camino hasta La Hacienda donde, el último año de mi estancia en el pueblo, iba a buscar la leche evitándome ir tan lejos y sobre todo, no pasar aquel mal trago de la cueva.
            Bajé hacia el barranco Las Huertas por el camino que separaba las plataneras del Turco de las de La Hacienda, saliendo al lado de un tanque que ya hacía muchos años estaba abandonado, siendo lugar preferente de nuestros juegos en el barranco.
            Recuerdo que adjunto al tanque habían unos “goros” dónde, alguien del pueblo, criaba hermosos cochinos. También existían varios arbustos conocidos por ricinos y otros, por “veneneros” (por su savia venenosa), que daban una flor amarilla en forma de pequeñas trompetas, de los cuales cortábamos ramas gruesas para construir los techos de un cobijo y luego cubrirlos con ramas de platanera. Estas chozas las hacíamos entre las piedras grandes del barranco constituyendo nuestros “cuarteles” para las luchas a pedradas de la pandilla ”La Torre”, contra los de la “Villa Abajo”.
           Seguí por el barranco hacia el pueblo pegado al muro de piedra que protegía la platanera del Turco donde tantas veces cacé negros tizones,   perenquenes, lisas y lagartijas a pedradas y con “estiladera”. Quedé extrañado y decepcionado al ver una fila de casetas construidas con maderas de forma muy precarias, como chabolas para vivir, donde habían un montón de niños  jugando entre ellas.   Entre los mayores, pude reconocer a “el Rubio”, al que muy pocos en el pueblo sabía que su nombre era Juan, hermano de Santiago “el Palmero” y de mi cuñada; al “Tolete” y a varias personas mayores más de las que no recuerdo los nombres. A medida que pasaba los iba saludando y notaba su sorpresa ante mi presencia, dejándolos atrás comentando entre ellos, quien sería aquél turista perdido por aquellos parajes.
            Entré de nuevo en el pueblo por La Torre y subí hacia la plaza de la iglesia llena de chiquillos jugando, como siempre, pero no conocía a ninguno. A la puerta de su casa estaba Rosario “la Boba” y al lado, en la tienda, estaba Carmita, la del carrito y una de sus hijas ya hecha una bonita mujer.
           Ya no podía entretenerme mucho y decidí irme para Santa Cruz ya que era de noche,. Además, volvería el día de San Andrés donde me daría a conocer con todo el mundo.
          Bajé por la calle Belza y me di cuenta que estaba asfaltada, mientras el resto de calles, continuaban con su suelo empedrado.  Pasé sin detenerme ante la casa de don Antonio Marrero, la barbería, la tienda de “Isabelona”, el cafetín de Gregorio, la tienda de don Moisés, me acerqué en un último esfuerzo a El Cabo, dándole un vistazo rápido antes de coger la guagua de retorno a Santa Cruz.
           Tuve una sensación extraña en esta primera visita. Las calles, la plaza, el barranco, el camino a Los Torales,… las recorría en dos zancadas, los tejados de algunas casas los podía tocar con la mano sin esfuerzo; en conjunto…¡¡ San Andrés había encogido!! Por un momento me sentí como Gulliver en Liliput. De la estatura de un niño de 9 años, aunque espigado, había pasado a un hombre con 1,84 de estatura… y viniendo de una gran ciudad como Madrid, con sus enormes distancias y grandes edificios, no era difícil comprender esa sensación de empequeñecimiento.
            Comí algo en el camino hacia la pensión y al llegar, me duché y caí en la cama rendido. Estaba cansado y había sido un día duro de emociones, pero sobretodo, había cumplido mi objetivo de pasearme por el pueblo de incógnito.
            Todo estaba casi igual a como yo lo recordaba y me alegré de que San Andrés siguiera conservando su aspecto acogedor y el encanto marinero y agricultor de siempre.  Y pensando en las emociones vividas durante el día y lo feliz que había sido, me dormí plácidamente.                                 Foto : Natalie Vivas Núñez
            … Uno o dos años después, San Andrés empezó a perder aquel encanto para siempre, dejándololo ……¡¡¡¡ASI!!!!
 





  





Foto:JavierMelián

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