sábado, 26 de noviembre de 2011

La vuelta a San Andrés // Cuarta parte: San Andrés ( I )


A medida que la guagua se dirigía a San Andrés mis ojos volvían a contemplar unos casi olvidados parajes; a la izquierda la comandancia de Marina, donde más de una tarde dominguera acompañaba a mi madre a pasar la tarde con mi padre cuando hacia su guardia; a la derecha el castillo de Paso Alto en cuyas troneras se exhibían unos antiguos cañones y a su vez contenían en su museo el famoso cañón Tigre, que era comentario continuo de la chiquillería.
Asi dejé a Santa Cruz - año 1949 – 50.  Foto del álbum de Fcº Luis Yanes Aulestia
           Frente al fuerte, existía una cantera conocida por “La Jurada”. De pequeño, lo que más me llamaba la atención, no era el estruendo y las piedras volando de los barrenos, que en alguna ocasión explotaban cuando pasaba con la guagua, sino una pequeña máquina de tren a vapor con varios vagones que transportaban las piedras para un nuevo muelle que se construía frente a los Paragüitas y una incipiente avenida. Coincidía, más de una vez, ir guagua y tren circulando paralelamente un buen trecho con gran regocijo por mi parte, pues era toda una novedad y motivo frecuente de mis sueños. En mi primera visita a la península, una de las primeras cosas que pedí a mis padres, y me concedieron, fue subirme a un tren en el trayecto San Fernando–Cádiz.
          Al pasar por el desconchado que los barrenos ocasionaron en la montaña, evoqué aquel soñado tren y lo busqué ansiosamente con la mirada y… ¡lo vi! Lo vi sobre unas vías muertas, arrumbado, sin vagonetas, sucio y descuidado….Ante su solitario y desolado aspecto, sentí una gran tristeza y en mis húmedos ojos, quise volver a ver la alegría de su marcha dejando atrás una estela de humo,
         El Balnerario, Valleseco, Bufadero, Las Cuevitas, Cueva Bermeja pasaban ante mi vista haciéndome recordar otros momentos en que me peleaba con mi hermano para ponernos en el lado de la ventanilla para, a través de ellas, ir viéndolo todo.
         Todos esos barrios habían crecido con nuevas viviendas encaramándose en las laderas de las montañas, pero muchas de ellas estaban a medio acabar y sin revocar las paredes exteriores,con los bloques grises a la vista, dándole un feo aspecto de descuido,  improvisación y cierta pobreza  que,  en principio, me desagradó.
          La carretera poco o nada había cambiado. A partir de Cueva Bermeja, la carretera comenzaba a subir hasta su altura máxima de siempre bordeando, en numerosas curvas, la agreste costa formando unos escarpados precipicios, solamente protegidos por un bordillo interrumpido en pequeñas separaciones.
        Hasta entonces no comprendí lo peligroso de su trazado y el riesgo que suponía circular por aquella estrecha y peligrosa carretera donde el cruzarse con otro vehículo, si no fuera por algunos recovecos preparados al efecto y la pericia de los magníficos conductores, era prácticamente imposible. De pequeño, la inconsciencia infantil, convertía en emoción y aventura cualquier incidente que ocurriera en la carretera, pero ahora, sentía verdadero temor.
          Me llevé una desilusión al girar en la curva del Saladero y ver con pena, que ya no estaba en actividad y se me vino a la memoria la imagen de las mujeres con sus delantales y unas anchos sombreros de paja sobre sus pañuelos de cabeza asomándole por los lados que removían, sobre los callaos de la playa y sobre los tejados de unos secaderos de obra, los chernes, corvinas, tollos, lubinas, etc. expuestos al sol, a las que saludábamos con la mano al momento de pasar. Eché de menos el olor característico del pescado en salazón que acompañaba a la guagua durante la curva que formaba las escarpadas montañas que configuraba, en el barranco de Jagua, la pequeña playa de arena negra de la ensenada.
           Nada más dejado atrás el Saladero llegaba, para mí, el trozo de carretera más bonito y misterioso de la carretera y empecé a sentir un cosquilleo especial en el estómago al pensar que estaba llegando a San Andrés.
            Creo que en ese tramo, la carretera adquiría la altura máxima del precipicio hasta la orilla del mar. De pequeño, veía la arena negra de la playita llamada El Trabuco entre unas rocas a una distancia enorme desde la altura de la guagua, sin embargo ahora, tenía la extraña sensación de que aquella “enorme” distancia, estaba reducida como si la carretera se hubiera hundido.
             La marea estaba en su fase de bajamar y pude contemplar, por última vez en el Trabuco, la belleza de las suaves olas acercándose a la orilla dejando al descubierto la fina arena negra al retirarse el agua, y, sobre ella, una cenefa de espuma blanca que rápidamente era absorbida, mientras, otra ola, iniciaba de nuevo el proceso.
             Lo misterioso de aquel tramo lo producía una puerta de hierro de dónde, al anochecer, los chiquillos decían que se aparecía un fantasma.  Al lado de la puerta, desde la carretera, salía una escalerilla estrecha, de la misma piedra de la montaña, que subía, hasta perderse de vista, hacia la cumbre. Creo recordar que “aquello”, le decían “el polvorín”. Nunca llegué a pié hasta ese lugar, pero cada vez que pasaba en la guagua, se producía en mi mente infantil, sobre todo, si regresaba oscurecido, una imagen fantasmagórica de una bruja  de cara verde como la del Mago de Oz que, cuando vi la película, me dejó impactado de terror.
 Foto cedida por "I Love Santa Cruz" de facebook reproducida en el  álbum de Fcº Luis Yanes Aulestia.
            La realidad de aquel rincón en la carretera, era la existencia de una instalación militar y la escalinata servía de acceso a un búnker de artillería, bien camuflado, construido para proteger la costa en tiempos de la guerra civil complementando, con otros dos ubicados en la playa de Las Teresitas, la defensa de Santa Cruz.
            Una curva más y la guagua entró en la Muralla Grande. La vista de San Andrés con El Muellito, La Rambla, todo el conjunto de casas hasta El Castillo y El Cabezo,  hizo latir mi, entonces, joven corazón con tanta fuerza  que podía oírse.  Una fuerte emoción se apoderó de mí poniendo un apretado nudo en mi garganta, y mis ojos, sin poder reprimirlo, se llenaron de amorosas lágrimas hacia aquellos lugares en los que di mis primeros pasos y tuve las primeras vivencias de mi vida.
           Mi primer deseo al pisar de nuevo el suelo de San Andrés fue ir hasta el extremo   del Muellito y desde allí, contemplar su playita de arena y sobre los callaos, las barcas de toda la vida varadas, algunas con los petromaxs colocados, en espera para salir a la mar a pescar.
           En el rincón de la escalera de bajada a la playa, se apilaban, en varias filas, cajas rectangulares de madera para el pescado, unas nasas,  varias pandorgas y una red amontonada en un lado del muelle y volví a recuperar el olor de las redes, a aparejo, a mar, a aquel sabor tan marinero que tenía impregnado en mi memoria y mis recuerdos y un temblor nervioso de emoción volvía a invadir mi alma “lagartera”. Tuve que salir de allí, rápido y casi escondiéndome, para no descubrir mi debilidad sentimental ante las pocas personas que me miraban con curiosidad   y desconcierto.
           Me dirigí hacia el Castillo con una idea preconcebida de lo que quería visitar ante la premura del tiempo que disponía. Mientras caminada miraba las casas y en cada bocacalle, me detenía para tener una visión global de ellas, dándome cuenta de la dificultad de pararme en todos los sitios y más que nada, reprimir la emoción de la que ya me sentía muy sensible y afectado.
          Hice una rápida visita al Castillo y comprobé con pena, que continuaba siendo la misma letrina de siempre. Seguí andando dejando atrás el campo de fútbol, algo mejorado, y en mi imaginación oí el ¡¡Riquirraca, zumbarraca, bim, bom, bá, San Andrés, San Andrés, y nadie más  !! que tantas veces había gritado, deteniéndome después en la puerta del cementerio dónde yo había acompañado, como monaguillo, hasta su última morada,   a muchos de los que allí dormían su sueño eterno..
         Busqué con la mirada, pues no pude entrar por estar cerrada la puerta, la tumba de un hermano enterrado allí y yo no conocí. Las sepulturas aún conservaban las coronas y ramos de flores, ya mustias y ajadas, que los familiares colocaron en las pasadas fechas de Todos los Santos y Día de Difuntos. Con devoción y no menos sentimiento, recé unas oraciones por mi hermano Paquito y todos los hijos del pueblo sepultados con él.
         El día, amaneció soleado, pero se fue tornando gris a lo largo de la mañana y en estos momentos, estaba el cielo cubierto de nubes amenazadoras de lluvia pero, de momento, se aguantaba mientras yo caminaba a paso decidido sobre la vereda de “callaos” hacia el final de la playa de Las Teresitas que, poco a poco, iba dejando cada vez más espacio de su preciosa arena negra al descubierto.
          Durante todo el camino, no me crucé con nadie y el recorrido playero continuaba en la misma soledad. Tampoco era hora de que hubiera gente por las calles y mucho menos en la playa con un día tan feo y siendo hora de estar comiendo.
           Bajé de los “callaos” hasta la arena de la ya extensa playa casi llegando al Balneario para subir de nuevo a inspeccionarlo más de cerca  viendo que se encontraba en pié, pero en un estado lastimoso. 
           Me detuve entre el balneario y el final de la playa. Me senté a comer los bocadillos mientras miraba el mar como se retiraba en pequeñas olas hasta dejar Las Teresitas como yo la recordaba en bajamar, con una franja casi como un campo de fútbol de su arena negra y unas límpidas aguas que invitaban meterse en ellas. Me descalcé y dándole los últimos bocados a una manzana, recorrí todo el trecho, desde las piedras hasta el agua para mojarme los pies, entonces sentí un fuerte deseo de bañarme presintiendo que a lo mejor nunca más tendría otra ocasión de disfrutar de su arena, ni de su actual estado.

Foto : Javier Melián

       No pude contraerme ante la invitación que me ofrecía aquella situación. A medida que volvía hacia atrás, me fui quitando la ropa hasta quedarme totalmente desnudo pues no había traído bañador ni tampoco la idea de lo que estaba ocurriendo.
         En aquella absoluta soledad, solo arrullado por el sonido de las pequeñas olas, me sumergí en las limpias aguas dejándome mecer por las suaves olas y nadé, buceé, salté, me revolqué, me embadurné de su negra arena y corrí por Las Teresitas, como no lo había hecho ni cuando era niño, en una cariñosa despedida.
            Mientras disfrutaba de aquel baño mágico no me percaté de que alguien, al lado del Balneario, al pie de la montaña, me observaba y sentí desconfianza de si pretendía robarme o algo no deseable. Subí hacia donde había dejado la ropa y esperé a secarme, al aire.  A medio secar, me vestí, e inicié el recorrido de retorno henchido de felicidad.
           Frente a mí, durante todo el camino, tenía a la vista la montaña en cuya ladera, antes de dejar el pueblo, solo existían unas cuantas casas por encima de la Rambla  pero ahora, la proliferación de nuevas viviendas había ocupado buena parte de la montaña  y me causó la misma impresión negativa de Valleseco, Bufadero, etc. casas a medio terminar, sin el enlucido de las paredes exteriores y aún sin pintar como consecuencia, suponía, de que sus propietarios las irían terminando según sus recursos económicos.
           La tarde se hizo más espléndida cuando las nubes se apartaron eliminando el riesgo de algún chaparrón, dejando entrever, entre algunas nubes mas esponjosas, grandes espacios de cielo azul y luminosos rayos de sol.
          Con el calorcillo de esos rayos salares tan reconfortantes, hice el camino de regreso hacia el pueblo, absorbiendo, con todos mis sentidos, aquellos entrañables parajes, que algo me decía, nunca más volvería a disfrutarlos en tan auténtica esencia.


                                         ………….  continuará









sábado, 19 de noviembre de 2011

La vuelta a San Andrés // Tercera parte: El té, despedida y Santa Cruz


             Aquella tarde, después de la siesta, me dijo mi hermano Andrés: -- ¡Arréglate, te voy a llevar a un sito que te va a gustar!-- El arreglarse consistía en ponerte una camisa, un pantalón   y ¡ya estabas! 
           Caminamos por varias calles preguntándome a donde me llevaría, mientras él, caminaba seguro sabiendo cuál era el destino, sin darme ninguna pista, jugando con mi   incertidumbre y mosqueo. Cuando me di cuenta, habíamos dejado atrás las últimas casas y nos dirigíamos por un descampado, hacia un enjambre de jaimas que los nativos   iban montando a medida que dejaban la vida nómada asentándose al abrigo de la ciudad en busca de una vida más estable. Con ellos llevaban el escaso ganado que poseían, encerrándolas en precarios rediles, compartiendo el terreno al lado de la jaimas. Avanzamos por una amplia calle formadas por las jaimas a un lado y otro dejando atrás a varios camellos que descansaban sentados sobre la caliente arena.
           A nuestro paso los chiquillos se nos acercaban y algunos ponían la mano solicitando le diésemos algunas monedas ante la miradas de las mujeres que trajinaban delante de sus tiendas y de algunos beduinos, con quien nos cruzábamos, cubiertos de largas túnicas y enormes turbantes del mismo tejido, de un azul oscuro, que le desteñía impregnándoles la piel, dejándosela manchada, y sirviéndole de protección a la constante exposición del sol.
            Giramos hacia la izquierda, metiéndonos por otra calle, hasta llegar a una jaima donde una nativa beduina, nos esperaba sentada en cuclillas, al estilo bereber, ante una bandeja con vasos para el té, una tetera, y dos cajas de lata; una más pequeña, con té verde, y la otra, con azúcar pilón, Detrás de ella, un pequeño anafre de barro tenia encendida las ascuas con una tetera de agua calentándose.
           --¡Salam malecum!—Saludamos nosotros a la entrada de la jaima.
           --¡Malecum salam!--- contestó la nativa haciéndonos un gesto con la mano e invitándonos a sentarnos, cosa que hicimos en el suelo y con las piernas cruzadas, al más puro estilo árabe. 
           Fátima, que así decía llamarse la saharaui, hablaba un poco el español y me hizo preguntas si me gustaba el té, el desierto… y empezó a explicarme, a la vez que lo preparaba, todo el ceremonial de la toma del té, haciéndome patente que ellos lo preparaban totalmente diferente de los marroquíes.
          Como en un ritual religioso, llenó, hasta la mitad, uno de los vasos con  las hojas de té de la lata pequeña. Del fuego cogió la tetera del agua hirviendo y en otra tetera  de alpaca, de donde se serviría, echó el medio vaso de té y a continuación medio vaso del agua  caliente, lo removió un poco y vertió  el liquido del primer té, en otro vaso, desechándolo  porque suele ser muy amargo.
          De la lata con el azúcar pilón, cogió unos pedacitos, que previamente había troceado, y los introdujo dentro de la tetera de alpaca que aún contenía las hojas del té.
Después, volvió a poner agua hirviendo en la cantidad adecuada, según los que lo tomarían, echándolo en los vasos desde una altura prudencial, escanciándolo como si fuera sidra, para conseguir una capa de espuma. Luego repetía la operación, hasta tres veces, trasvasando el té de un vaso a otro, hasta quedar todos los que se tomarían definitivamente, con la misma cantidad de líquido y espuma, con una precisión exacta.
       Según la tradición, se toman tres tés con distintos niveles de azúcar.
        El primero, es amargo como la vida.
        El segundo, dulce como el amor.
        El tercero, suave como la muerte
        Ciertamente mi hermano tuvo razón, no sólo me gustó a donde me llevó, sino que me encantó la experiencia y guardo un recuerdo inolvidable de la hospitalidad, la elegancia de los movimientos rituales a lo largo de la ceremonia, el aroma y sabor de aquel té, tan auténtico, como no he vuelto a tomar otro el resto de mis días.
          Los días pasaban inexorablemente y más rápido de lo que deseaba entre baños, pesca desde el muelle del que salía, además de sorprendido, cargado de grandes peces, pues apenas entraba el anzuelo al agua, ya picaban, ¡tal era la abundancia!, las largas mañanas de buceo, las incursiones por los alrededores de la península o las plácidas noches de charla bajo un cielo diáfano, repleto de estrellas, que casi no sabía que existieran.
         …Pero, llegó el momento de tener que partir si quería hacer realidad el verdadero motivo de mi viaje que, no era otro, sino pasar las fiestas de San Andrés en mi querido pueblo de nacimiento. Ya había disfrutado casi un mes de la compañía de mis hermanos y de unas fantásticas e inolvidables vivencias y realmente, tenía deseos de pasar unos días en Tenerife para recuperar lugares y recuerdos de mi infancia.
       Cuando fuimos a sacar el billete para Santa Cruz, mi hermano supo que saldría la estafeta con destino a Tenerife en un par de días, me pidió que le esperara antes de sacar los billetes y desapareció por un buen rato. Regresó con una sonrisa y una buena noticia, consiguió que me admitieran en la estafeta militar para irme, ahorrándome el billete del avión comercial, el único problema, era tener que retrasar la marcha un par de días. No me importó, pues, para cumplir mi deseo, tenía suficiente tiempo y, el ahorro, lo aprovecharía para algunas compras.
           Mi hermano con su esposa y sus dos hijos, me acompañaron hasta el aeropuerto donde la estafeta militar ya estaba en pista acabando de cargar las mercancías  y correo  originado en toda la zona.
           Nos despedimos con tristeza, pero con la esperanza y el deseo de volver a estar juntos lo más pronto posible.
           Subí al avión y la sorpresa fue que no tenía asientos, solo paquetes, materiales del ejército, algunos militares y unos pocos civiles que, como yo, estaban autorizados para viajar. Y todos de pié.
        Cuando el avión, un viejo Yunkers cuatrimotor de transporte, puso sus motores en marcha, además de un ruido ensordecedor que nos acompañó durante todo el trayecto, vibraba como una lavadora en el centrifugado.
         Mientras corría por la pista para despegar, daba la sensación de no poderlo conseguir y parecía que, de un momento a otro, acabaría deshaciéndose en mil pedazos. Yo lo creía firmemente y se notaria en la palidez de mi cara, claro, que yo no era el único. Pero a pesar de todo, el avión levantó el vuelo, y desde una de las ventanillas, vi como se alejaba de mi vista la península con su hermosa bahía, ahora plenamente definida, destacando en una inmensidad de arena.
             Después de una breve escala en el aeropuerto de Gando, reanudamos el vuelo hasta Tenerife, aterrizando en los Rodeos, único aeropuerto en la isla entonces. Seria aproximadamente la 1.
           Ya en Santa Cruz, pregunto a un guardia urbano por una pensión céntrica y, muy amablemente, me acompaña a una pensión-hostal al que se entraba a un patio donde   se ubicaba la recepción, un pequeño y sencillo salón-bar y algunas habitaciones abajo. La distribución del resto, hacia las habitaciones de los pisos, era un poco extraña, todas las escaleras de acceso, estaban al descubierto y el conjunto más parecía un cortijo, todo blanco, que un hostal, pero eso sí, estaba en pleno centro de Santa Cruz.
         Recuerdo que delante había una placita a la espalda del teatro Guimerá. La calle   donde estaba el hostal, mirando hacia la derecha, veía la entrada de la Recova y a la izquierda, creo que era la plaza del Príncipe, todo muy cerca de calle Castillo y de Imeldo Serí.
         La casualidad quiso que el guardia que me acompañó, me era conocido, pero no acababa de identificarlo. Poco antes de llegar al hostal, ya sabía quién era, pero no me di a conocer. Le invité a una cerveza, que me aceptó, y le pregunté cómo podía ir a San Andrés, cosa que yo ya sabía,. Me explicó donde estaba la parada y un poco mosqueado me pregunto si lo conocía. Solo le dije que quería conocer sus playas de la que me habían hablado. Estuve a punto de llamarlo por su nombre, pero me contuve. ¡Si supiera que su hermana Ángela es mi cuñada! Pensaba yo, mientras me divertía manteniendo el anonimato.
         Salí a comer a un bar donde daban comida casera a buen precio y después comencé a recorrer lugares familiares, algunos de ellos bastante mejorados a como yo los deje muchos años atrás.
          Bajé a la plaza de los Caídos, la de Candelaria, me llegué al Cabildo a solicitar información de unos libros que quería comprar y por la tarde estaba cerrado. Me llegué hasta la parada de las guaguas de San Andrés esperando ver a alguien conocido y algunas caras quería reconocerlas, pero no lo conseguía. Volví hacia la plaza de Candelaria y entré El Casino, que recordaba de niño, a tomar café mientras hacía tiempo para que abriera el comercio.   
                                                         Foto: Año 1961
          Subí por la calle Castillo mirando escaparates y encontré una tienda donde vendían guitarras y timples. Compré untimplillo” hecho en Lanzarote, un método de aprendizaje y varias cuerdas de repuesto porque en la península a lo mejor no las encontraría.              
         Caminé, caminé y caminé todas las calles y plazas que pude absorbiendo el aire, impregnándome del perfume y el “sabor” de todo lo que visitaba acaparándolo con ansia para ir repleto de todo lo canario para después, en la tranquilidad del regreso, irlo saboreando y  aplacar mis nostalgias evocando sus imágenes.
           Me levanté temprano para aprovechar al máximo el poco tiempo que disponía. Mi primera visita fue para el Cabildo, donde compré varios libros sobre la Historia de Canarias, La conquista de Tenerife del historiador Don Antonio Rumeu de Armas, monografías de fauna, flora, economía, museos, en fin, todo lo que había publicado sobre las islas, en especial, de Tenerife. Salí bien provisto de libros y callejeé de nuevo comprando algunos jerseys ingleses de cachemir, tabaco, whisky, los últimos casettes (aún no existían los CD) y discos de los Sabandeños, Los Chincanarios y un single de la rondalla de San Andrés con “Lo Divino “, isas y folias que, por suerte, encontré, ¡ah! y un gánigo del Chipude.     
            Llevé todo a la pensión y salí de nuevo, pero esta vez con un destino y una intención muy distinta. No quise perder tiempo en comer en ningún restaurante sino que compré para un par de bocadillos, y me fui a la parada de las guaguas de San Andrés que, como siempre, seguía estando después de los Paragüitas, y casi temblando por la emoción, me subí en la primera que salió.

                                              …… continuará








sábado, 12 de noviembre de 2011

La vuelta a San Andrés // Segunda parte: Aargub y el desierto

  Dedicado a mis hermanos Andrés y Aurori con cariño
           
 Una de las tardes, mientras comíamos, mi hermano me propuso si quería ir al ”Continente” aprovechando que la falúa que hacía de “correos” iba a llevar provisiones  quedando unas plazas libres de pasajeros pudiéndolas  aprovechar nosotros para ocuparlas. La idea me llenó de alegría porque me daba la oportunidad de internarme un poco más en el desierto, ampliando mis anhelos de experiencias aventureras y exploradoras.
          Nada más acabar de comer, nos dirigimos al puerto y, en uno de los portalones, ya estaba la embarcación acabando de cargar la mercancía destinada al destacamento de Aargub (en lengua hassanía significa “cantil” porque estaba situada en una ensenada, entre acantilados), al otro lado de la bahía.
           No tardamos mucho en zarpar, alejándonos de la ciudad con una buena marcha en un mar transparente y calmado como era lo normal en aquella larga lengua marina.
         El trayecto duró poco dado la corta distancia que separaba ambos lados de la bahía, (no más de 4 ó 5 km.)  A medida que te acercabas al “Continente” se vislumbraba unos altos acantilados al lado de una playa donde aprovechando los restos de un barco, encallado tiempo atrás, se construyó un pequeño puerto para facilitar el desembarco de personal y las mercancías.
         Desde la playa hacia el interior, unas construcciones  de claro estilo moruno, y de un luminoso blanco inmaculado, destacaban sobre la  fina arena amarilla, distribuyéndose a izquierda y derecha, formando una larga y única calle donde se ubicaban  cantina, residencia oficiales, telegrafía, enfermería, comedores para la tropa, barracones para los soldados de las distintas unidades,   como las  compañías motorizadas, con Land-Rover  y camiones para las incursiones hacia otras bases situadas mas al interior, la ATN (Agrupación Tropas Nómadas)  de camellos, para patrullas cercanas de más difíciles accesos y alguno otro cuerpo militar.
         Al final de la calle, un poco separada, hacia el interior, se encontraban las escasas viviendas de la población civil que constituiría el núcleo inicial de una futura ciudad. Todo el enclave constituía un conjunto armonioso, pintoresco y muy atractivo, desde el punto turístico, al margen del valor estratégico, patriótico y sentimental de una colonia española en el Sáhara.
         Mi hermano Andrés me fué explicando las distintas funciones de los edificios, entrando en algunas dependencias donde saludaba a compañeros aún destinados allí. Sobretodo estuvimos en su anterior destino de transmisiones donde pasó una buena temporada como Suboficial 1º de Transmisiones encargado de la emisora.
          Recorrimos todo el recinto militar y el poblado civil informándome de cuanto había acontecido y lo duro que había sido para él y, sobre todo, para su familia (su esposa e hijos), durante el periodo que vivió allí. Como anécdota importante, emotiva y sentimental, me explicó el “histórico” bautizo de su hijo Juan José que tiene el privilegio de ser el primer niño europeo y, por supuesto, español, bautizado en Aargub con una ceremonia inolvidable y en una especial pila de bautismo que quedará para la Historia.
           Mientras hacíamos el recorrido, nos encontramos con un oficial amigo que regresaba a Villa Cisneros por tierra, ocasión que aprovechamos para regresar con él aunque para ello tuvimos que recortar la visita, pues el trayecto era muy largo y había que   circunvalar todo el terreno bañado por el mar formando la bahía.
           La vuelta, pensada para hacerla en la misma barcaza de la ida, era más corta y cómoda, pero perdía el enorme atractivo de internarte por el desierto y contemplar sus bellas formas y exótico paisaje. Pero había que darse prisa porque en el istmo había una zona pantanosa y se daba una circunstancia, además de pintoresca.    Era un grave inconveniente, consistente en que, para pasarlo, había que hacerlo con la marea baja   porque, si no, corrías el riesgo, si estaba en pleamar, de inundarse el motor y no poder continuar el viaje.
        Sin demora, nos recogió con el Land Rovers enfilando la salida dejando atrás el blanco y pintoresco   Aargub.
         Nada más salir de Aargub, casi al borde de la pista hacia las laderas de unas montañas, se extendía una vega de un intenso verdor que desentonaba con todo el terreno que lo rodeaba. Resultaba extraño, entre tanta sequedad, aquella explosión de exultante fertilidad, a todas luces artificial.  Me explicaron que se trataba de una granja y huerta de experimentación donde se cultivaban varios tipos de hortalizas, legumbres y algunos árboles frutales en un intento de ir colonizando el desierto para poder abastecer de productos frescos las localidades de Villa Cisneros y Aargub. Se complementaba la granja–huerta de Tiniguir con la estabulación de cebúes, animales del género bovino típico de África, con una giba de grasa en el lomo y que suplía a las vacas. Además de producir leche y carne, sus excrementos se aprovechaban para abono. Para el riego de la espléndida huerta, se utilizaba unos pozos artesianos que proveían agua abundante y de calidad, extraida a   gran profundidad.
         Una vez dejado atrás aquel extenso verdor, el camino era una pista formada por el continuo paso de los todo terreno y los camiones Pegasos usados en los traslados de tropas y materiales.
            El firme de la carretera  como consecuencia de una superficie llena de piedras, hoyos, arena, abundantes hierbajos sobre montoncitos de arenas acumuladas  a su alrededor, subidas y bajadas por lechos de riachuelos secos, incluso a veces trozos de pista desaparecidas por acumulación de arena después de mucho viento, ofrecían múltiples dificultades, incluso para los todo terreno, que frecuentemente tenían que hacer violentos giros  para sortear los continuos obstáculos  sin librarse de los constantes saltos por los infinitas irregularidades del terreno. Pero todos los brincos, polvaredas y vaivenes los soportabas gustoso compensado por la belleza de los amplios horizontes entre dunas y pequeñas elevaciones rocosas, algunas con formas que, desde la distancia, parecían pirámides, rompiendo el monótono y, a la vez, cambiante paisaje. Nunca olvidaré el grandioso y bello espectáculo del rojizo atardecer, con un cielo en llamas, contemplando, a un lado, el mar de la bahía y al otro, el sol trasponiendo entre las dunas y las rocas en un juego de luces naranjas y sombras violetas que hacían elevar el alma hasta lo sublime.
            Hasta poco antes de llegar al final de la bahía, había un pequeña isla llamada Herne que no perdías de vista mientras la carretera iba girando hacia la izquierda haciendo una suave curva rodeando, el fondo de la bahía, mientras pasabas de la parte del continente por una ancha y baja franja de arena que, en la marea alta, era inundada por el mar, creando serias dificultades si se intentaba atravesarla, hasta entrar en el istmo para seguir recto hasta Villa Cisneros. En ese trozo, el paisaje era precioso, favorecido por los últimos rayos de sol que se ocultaba, en su esplendoroso ocaso, en el horizonte del desierto.
          Cuando recorríamos ese trecho, comenzaba la pleamar, viendo como las pequeñas olas iban aproximándose con rapidez hacia la carretera, cuyo trazado, iba paralelo a la orilla de la bahía y muy cercano al agua.
          Tal como había previsto el conductor, pasamos el trayecto conflictivo a tiempo y, a partir de allí, el viaje se hizo rápido y cómodo pues, hasta Villa Cisneros, la carretera era recta, estaba bien asfaltada y sólo, en algún pequeño tramo, la invadía la arena pero no llegaba a cubrir el asfalto del todo.

Entrábamos en la ciudad cuando ya las luces de las calles se encendían y la oscuridad iba apoderándose  rápidamente de  la tranquila Villa Cisneros.
         Aquella noche, caí en la cama rendido y baldado por el traqueteo del viaje, pero muy feliz de haber tenido una vivencia inolvidable… y soñé con doradas dunas, largas caravanas de camellos, fértiles oasis, espejismos,, esbeltas palmeras cuajadas de dátiles mecidas por el viento, …. y me sentí como un jeque beduino en una lujosa jaima  reclinado sobre  suaves cojines de seda mientras, bellas danzarinas, bailaban la danza del vientre  al son de las chirimías, dulzainas, suaves panderetas y platillos.
          Intenté volver al desierto pero, esta vez, mucho más al interior aprovechando que mi hermano salía por unos días con un convoy de reconocimiento y patrulla al destacamento de Bir Nzarán. Habló con el mando superior responsable para pedirle su permiso, pero le denegó la autorización por ser una incursión con riesgo y para llevar un civil, era muy comprometido; así que me quedé con las ganas y la frustración de una nueva , y aún más excitante, aventura.
       
                                      ... continuar




domingo, 6 de noviembre de 2011

La vuelta a San Andrés // Primera parte: Salida y Villa Cisneros


Hacía muchos años que faltaba de San Andrés y desde que salí del pueblo, en el año 1950 con poco más de 9 años, no había vuelto, pues, las circunstancias de la vida, me había llevado por otros lares.  
        El hecho de no quedarme nadie de la familia viviendo allí, demoraba año tras año el viajar hacia el pueblo que me había visto nacer, ya que, cuando tenía mis vacaciones, mi habitual destino era Málaga, donde vivía, residían mis padres y buena parte de mis hermanos.
         Allí tenía mis amigos y un excelente ambiente en una cosmopolita Costa del Sol que cada verano bullía de extranjeros, además de traer las últimas novedades de las músicas, bailes y modas de una Europa mucho más moderna y liberal de lo que nosotros teníamos por entonces. También allí, disfrutaba de buenas playas, buen “tapeo” y por las noches, un Torremolinos pleno de tentaciones con cientos de bares, bailes, salas de fiestas llenas de hermosas y liberadas “suecas” dispuestas a “ligar,” con más facilidad que las nativas, aún reprimidas por el encorsetamiento de las ancestrales costumbres de nuestro país que, poco a poco, empezaba a liberarse de tantos tabúes  y…  todo ello, era un atractivo muy fuerte para no querer ir a otros destinos. 
        Pero, a pesar de los cambios de lugares, nuevos amigos, etc., etc. los recuerdos  infantiles de mi pueblo canario, siempre me acompañaban y me traían grandes nostalgias, haciéndome  revivir con frecuencia, en sueños imaginativos, mis correrías con los amigos por los barrancos, los baños del Muellito, los “inocentes” hurtos de plátanos y mangos en las huertas , los juegos en el derruido Castillo, mis experiencias de monaguillo,…. un largo etc. que he ido reflejando en mis “Recuerdos de San, Andrés”.  Todos esos sueños no calmaban mis fuertes deseos de volver algún día a reencontrarme con tan queridos lugares, sino, más bien, los intensificaba y cuando no por una causa o por otra, pasaban los años sin encontrar el momento propicio de verlos realizado.
            Mi intención era, en principio, ir a Santa Cruz en época de carnavales, porque podría disfrutar de su magnífica explosión de alegría, esplendor y colorido, del que estuvo privada esas fiestas, en los años que tuve la ocasión de vivirlas, por circunstancias, ya de sobras conocidas. Pero lo que lo hacía más atractivo todavía,  seria aparecer por San Andrés disfrazado de “mascarita” y pasearme por el pueblo saludando a unos y otros llamándolos por sus nombres, gastándoles bromas y dejándoles la incógnita de quién seria “semejante confianzudo”. Pude hacerlo bastante tiempo después, pero ya era tarde, porque la mayoría de los pobladores actuales de San Andrés, ya eran, para mí, totalmente desconocidos.
             Con esa idea, seguía esperando la ocasión de poder hacerla realidad algún día y ese día ocurriría a finales de los años 60.
              Ese año económicamente me era propicio y tomé la decisión de, además de las vacaciones veraniegas, haría una segunda parte, más exótica, que me llevaría al Sáhara a visitar a mi hermano Andrés y a mi hermana Carmen, casada con un militar; ambos hermanos llevaban unos años viviendo en Villa Cisneros, destinados allí por su condición de militares, haciendo algunos años que no nos veíamos.
            Elegí el mes de noviembre por varias razones: No tenia importantes obligaciones, pudiendo ausentarme prácticamente todo el mes; el tiempo en aquella zona era  estupendo para una prolongación del verano evitando los incipientes fríos que ya se dejarían sentir en Madrid donde, en esos momentos, yo residía, y por último, aprovechando la relativa cercanía, haría el regreso por Tenerife  con una breve escala de unos días con la intención de estar en San Andrés el día de su fiesta que, durante tanto tiempo, había deseado.
           Así que preparé mi maleta, saqué los billetes  y… ¡allá que me fui!
           Unos amigos me acompañaron a Barajas con su coche y también me recogerían al regreso. El viaje hasta Villa Cisneros tenía varias escalas por lo que me llevaría casi todo el día entre viajes y espera en los diversos aeropuertos.
           El primer vuelo salía a las 10 y era directo al aeropuerto de Gando en Las Palmas. Una vez allí, esperaría unas cuatro horas, aprovechando para comer y dar un breve paseo por los alrededores sin alejarme mucho por temor a perder el vuelo.
           En Gando hice trasbordo a un avión, algo más pequeño, que hacía escala, aproximadamente una hora sin bajarnos del avión, en El Aaiún, para después continuar, por fin, hasta al final del destino donde me esperaban mis hermanos.
         Llegué casi anocheciendo, después de tantas horas entre vuelos y esperas, cansado y muerto de hambre.
         La estancia en Villa Cisneros fue realmente inolvidable. Disfruté de la compañía de mis hermanos y dos pequeños sobrinos, hijos de Andrés y de una serie de actividades y excursiones   por el desierto viviendo unas experiencias únicas.
         En aquellos años la capital de lo que se llamaba Rio de Oro, tenía unas dimensiones mínimas siendo, la mayoría de sus construcciones, instalaciones militares y viviendas para los familiares destinados allí. Destacaban entre todas ellas, la preciosa, y vanguardista iglesia, al lado, la fortaleza, la residencia del gobernador y las residencias de oficiales y suboficiales.
        Las escasas tiendas que existían eran de propietarios canarios y algunos saharauis ya tenían viviendas de obra, pero en las afueras de las construcciones de la incipiente ciudad, era un campamento de “jaimas” donde los nativos, poco a poco, iban aposentándose dejando su nomadismo para asentarse, de forma estable, al abrigo y protección de los españoles.
         La ciudad estaba emplazada en una larga y estrecha península formada por una larga lengua de agua que entraba hasta el istmo originando una hermosa bahía. La otra orilla de la bahía, frente a la ciudad, le decían el “Continente” donde estaba ubicado un pequeño destacamento llamado El Aargub al que se accedía en una falúa a motor un par de veces a la semana.
            Durante los dos primeros días iba a la playa próxima al muelle, donde acudía el personal civil de la colonia, pero yo buscaba algo auténtico, más exótico y tranquilo donde pudiera bucear y recrearme en aquellos fondos tan ricos y de unas aguas cristalinas con una gran abundancia y variada fauna piscícola, que hacía de la pesca submarina de langostas, meros, pulpos, sargos, etc. una verdadera delicia. Nunca se regresaba de vacío.
           Generalmente me desplazaba hacia el sur de una playa interminable, virgen y solitaria que se extendía, ininterrumpidamente, hasta el final de la península.
          La fina arena del desierto moría en dunas de medianas alturas que formaban pequeños acantilados bañados por el tranquilo mar de aguas limpias donde se transparentaban suaves fondos.
          Para bajar hasta la orilla del mar me deslizaba rodando sobre la fina arena amarilla sintiendo su cosquilleo en mi piel  con una gran sensación de libertad  a la vez que pesar, por estar violando una naturaleza virgen. Luego, desnudo cual Adán, disfrutaba de aquel silencio y tranquilidad en aquellos increíbles parajes donde el tiempo, sin percatarme, transcurría plácidamente, creyéndome en un paraíso. Me sumergía en aquellas limpias y plácidas aguas hasta quedarme con la piel de pies, manos…y lo demás, arrugadas como una “papa” por la larga permanencia dentro de ellas.
          Algunas tardes recorría la península a lo ancho hasta llegar a la costa de mar abierto, donde el Atlántico se mostraba más violento que en la bahía.  A medida que te aproximabas hacía la costa atlántica, la arena desértica iba disminuyendo, dejando al descubierto la base pétrea de la que está constituida la península.
          Durante la larga caminata pude experimentar la visión del espejismo queriendo ver pequeños accidentes del terreno del horizonte, reflejándose en un gran lago. Era extraña la sensación de proximidad pero caminabas y caminabas, y jamás lo alcanzaba, manteniéndose, el     lago y reflejos, alejados, hasta acabar por desaparecer.
          Vi que toda la costra  rocosa  estaba formada por un aglomerado de grandes conchas de vieiras, enormes vulvas de mejillones,  caparazones de erizos, diversos tipos de conchas de moluscos y caracolas marinas fusionados con arena pero,  todos ellos, fosilizados,  muy compactados y de una dureza tal, que era muy difícil  recoger alguna muestra si no era utilizando herramientas apropiadas. Aquella plataforma totalmente llana, posiblemente era el fondo del mar que, sabe Dios los millones de años, dejó de bañar lo que hoy es el Sáhara. 
          Aún conservo varias muestras de mejillones y vieiras fosilizadas del desierto.
          Al llegar al borde de la plataforma de fósiles, a unos 20 ó 30 metros de la orilla, un gran barco de carga, permanecía varado en la arena como consecuencias de haber encallado por un fuerte temporal, conservándose aún muy entero aunque la corrosión dejaba ver su huella. Te apetecía bajar y acercarse a él porque se podía llegar a pie  de tan próximo  y la poca profundidad del agua,, pero existía un peligroso inconveniente.  Para descender hasta la playa, tenias que  atravesar por unos cortados que los fuertes  embates de las olas contra la costa había desgajado trozos de  la plataforma fosilizada  formando oquedades y grandes bloques, como en los  rompeolas, cuyas galerías y huecos, estaban profusamente poblados  por una colonia de numerosos chacales que lo utilizaban como guaridas.  
           Producía verdadero temor contemplarlos sin sentir escalofríos cuando, desde las entradas de sus refugios o subidos sobre los trozos de pedruscos, te miraban fijamente con sus penetrantes y brillantes ojos, moviéndose inquietos y lanzando, no sé si, un lastimero o desafiante, aullido.  Me pasaba un buen rato observándolos y le tiraba alguna piedra para ver su reacción. En principio, era huidiza pero inmediatamente, plantaban cara amenazadoramente. 
           En cuanto el sol empezaba a declinar, tenias que regresar deprisa, porque había un largo trecho y era peligroso que oscureciera y aún estuvieras de camino porque, los chacales, en bandada, se movilizaban hasta las afueras de la ciudad a la espera de que se hiciera de noche, para acudir a los vertederos de la basura donde encontraban suficiente comida en los desperdicios de los acuartelamientos y viviendas.
          A medida que te ibas alejando de la costa, mirabas hacia atrás y empezabas a ver a los chacales más osados que iniciaban el camino,, hacia la ciudad. El verlos como te seguían, causaba en ti un angustioso desasosiego y acelerabas el paso instintivamente mientras te parecía que las primeras casas las habían empujado, alejándolas, porque no llegabas nunca.  
          Ya a la madrugada, en el pavoroso silencio del desierto, oías los rugidos de las luchas, acompañados de los espeluznantes y tétricos aullidos de los chacales, que ponían los pelos de punta. 
                                  




     ………  Continuará